Antonio Guerrero: Cronopios en rojo
Por Antonio Correa Iglesias
Tanto Maykel Dominguez, como Lisyanet Rodriguez y ahora Antonio Guerrero, han puesto en perspectiva mi lectura de “Historia de cronopios y famas” de Julio Cortazar. “Historia de cronopios…” es sobre todas las cosas la postulación de una mirada poética capaz de enfrentar las miserias de la humana rutina y del sentido común. En los tres casos enumerados, esta argumentación acontece de una manera contundente, pero sobre todo acontence en la enunciación de esas criaturas juguetonas pero indefinibles que, en 1952 en París, en Théâtre des Champs-Élysées, colmaron a Julio Cortazar con su presencia.
Ahora, la crítica no debe ser un ejercicio de transfiguración imaginativa de las cosas sino más bien una argumentación “lógica”; entendiendo por lógica la estructura argumentativa donde el lenguaje, los dispositivos epistemológicos “coinciden” o intentan coincidir para establecer un silogismo argumentativo que ponga en perspectiva la comunicación como ejercicio intelectivo. La obra de Antonio Guerrero por su solidez conceptual es un ejemplo de cómo una argumentación “lógica” potencia este ejercicio intelectivo que es la crítica, en su sentido más abarcador.
La obra de Antonio Guerrero está plagada de un sentido trágico. Todo acontece en una suerte de limbo, de lugar no definido donde las obsesiones y los profundos temores van cobrando presencia. Y es que quizás la experiencia del mar, la travesía en balsa, como “La balsa de la Medusa” de Gericault ha marcado decididamente toda su obra, su vida; quizás eso explique los predominios del rojo(1), alusión primerísima a lo sanguíneo, la sangre derramada, la sangre como ofrenda, como entidad que limpia la prenda-resguardo. Guerrero ha sabido generar desde su pintura una suerte de criptología de la divinidad como lo llamara Leon Bloy. Su simbología no aparece “definida” desde una estática ortodoxa; en todo caso, la escritura simbólica que prevalece en sus lienzos son una suerte de laberinto, de combinación binaria no siempre en las antípodas donde confluyen estados anímicos, percepciones, ilusiones, delirium tremens; pero también formas culturales que, travestidas, dan cuenta de una unidad lingüística desde la imagen.
El carácter críptico, casi jeroglífico en su simbología pictórica es una suerte de bitácora, es el mapa de un viajero, son las pistas en la noche de la travesía marina, las migajas de un trozo de pan que sirven de guía para alcanzar esos que se desea, que no siempre es la felicidad. Parafraseando a Slavoj Zizek y a Guattari, Antonio Guerrero es un pintor que, renuncia a toda voluntad de definir. Su obra fluctúa entre la ingravidez, en cuanto ontología descentrada y una suerte de energía liberadora que abandona todo sentido canónico. Lo significativo para el es la deriva, la travesía, el dramático devenir en donde la vida se extingue en la búsqueda de un destino.
Al sentido trágico de la existencia, Guerrero antepone una imagen que en su sintaxis revela una poderosa intencionalidad. ¿Cómo “definir” la subjetividad del que pinta? ¿Cómo “catalogar” al sujeto que experimenta plenamente esta condición?
En cualquier caso, Antonio Guerrero invierte en su argumentación pictórica la lógica procesual de la tradición canónica. Si para esta el nombre hace a la cosa en su relación proporcional, Guerrero “señala” a las cosas -esas suertes de cronópios- desprovistas de cualquier asidero nomológico, siendo consecuente más con el giro lingüístico que con la tradición de linealidad secular que pretende que todo sea definido. Lo que sí tiene claro la visualidad pictórica de Antonio Guerrero es que no podemos escapar de este sentido trágico. Y este es precisamente uno de los elementos que refuerzan su visualidad en tanto indagación sobre las estructuras de significación. Este giro conceptual acerca a Antonio Guerrero más cierto discurso post-metafísico, desestimando cierta ilusión o alusión estructural que parecería prevalecer en su pintura.
La sinrazón, la secularización de nuestra existencia, la consciencia de sus propias contingencias, la sospecha de que el malestar y la inquietud tienen un fundamento más profundo, el presentimiento y la temor de que no podemos escapar de un “destino”, el predominio de una cultura de masas que parece haber colonizado hasta el último rincón del imaginario humano; convierten al ejercicio pictórico de Antonio Guerrero en una suerte de silogismo; en una suerte de regreso a ese estado “pre-lingüístico” donde aun el signo no había anticipado el gesto que lo convertiría en escritura. Todo es primario, por eso la obra de Antonio Guerrero es una cuba donde se almacena desde los rojos de Altamira, los rojos jeroglíficos de la tumba del rey Tut en Egipto, hasta los murales de Pompeya. Ante el hastío, ante las ráfagas de expresionismo, ante el yerbazal, ante el exceso desdeñoso; Antonio Guerrero interpone el silencio y una iconografía intrincadamente hierática. A partir de ella, Guerrero construye una ficción en la que la vida de sus personajes transita, -como en una operación mágica aparentando irrealidad-, por un universo pletórico de una simbología que en buena medida siempre me recuerda el libro de los muertos.
Antonio Guerrero no es un pintor de guiños ocasionales, de intervalos recitativos. Su pintura es soberbia en su literalidad. Te sometes “perplejo” a su belleza como Goethe, cuando visitó la catedral de Strasbourg, o te quedas merodeando en los intervalos, en las mesetas del vacío que esta visualidad genera. Porque Antonio Guerrero no solo personifica el “anti-edipo” sino que parafraseando a Ciorán en “Los silogismos de la amargura”, se desliza hacia el punto mas bajo en el espacio, hacia las antípodas del éxtasis para encontrar una identidad extraviada en el mar.
- El rojo, o el predominio de los rojos ha sido meta-tema en la historia del arte ya no solo occidental. La primera nota de la pintura en la cultura occidental, comienza en tonalidad roja. Recordemos la fascinación de Vincent van Gogh por el rojo plomo, o el rojo cadmio de Henri Matisse; su entusiasmo por este tono lo llevo a tratar de convencer a Renoir de usarlo, quien, después de probarlo una vez, regreso a sus pigmentos habituales. Y si esto no es suficiente para probar la existencia de una tradición, pensemos por un instante en Christian Louboutin quien hizo del rojo un tono específico, un sello distintivo. Christian Louboutin en 1992 presentó sus zapatos con suelas rojas (PANTONE 18-1663 TPX), un sello incuestionable y emblema distitivo de su marca.